“Sin ti no soy nada, una gota de lluvia...!” Dios mío, que pereza, cada día cuesta más levantarse. Me quedo remoloneando en la cama unos segundos hasta que oigo las primeras voces que se acuerdan de Amaral y de su madre, que bastan para que pegue un salto (malditas literas tan altas) y apague el despertador. Me quedo en ropa interior, influencia de Peyo y su costumbre de pasear sus abdominales por toda la habitación, meto la ropa en el montón que cada vez es más grande (aún así, no me decido a tocarlo todavía) y hago acrobacias entre la ropa turca y la barricada serbia (pobre Ugo, va a terminar asfixiado entre tantas cosas) para alcanzar la ducha mientras los más madrugadores van bajando a desayunar. Tras jugar con los mandos para no congelarme ni morir quemado, disfruto de una ducha matinal y me preparo para el desayuno. Busco con la mirada quien se ha ido ya, Adri lleva por Canfranc desde que me he levantado, Clea y Ángela se han largado juntas y Peyo empieza a plantearse si debería desayunar ya.
Tras el desayuno, amenizado por los Buenos Días de Dabid y Juanma, salimos a la calle (¡joder qué frío!) rezando por tener una plaza en el primer viaje sabiendo que el trípode ya habrá ocupado sus respectivos asientos. Nos empanamos con las preciosas vistas hasta que llegamos, empezamos a mover los trastos y nos dejan mientras van a por el siguiente viaje. Deberíamos empezar a trabajar, pero a ver quién es el guapo que se mueve con la morrera que llevamos todos encima. Las nubes parecen indicar lluvia, pero la espera es en vano, no cae una condenada gota (ya lloverá por la tarde, ya, para jodernos otro día el viaje a la Garcipollera) y cuando la silueta de Jose aparece entre la bruma comienzan los trabajos.
Como maestro especializado en las artes del rastrillo, busco una zona estratégica donde se corten árboles para despejar las vías, un trabajo tranquilo que requiere cierta dedicación pero me permite permanecer en un sitio con buena compañía y conversaciones. Como ya es costumbre desde que Peyo y yo acabamos los búnkeres y los dejamos para que se pudiera comer en el suelo, en una media hora nos encontramos y buscamos al trípode. Terminamos en una tradicional reunión de quinteto, donde alternamos el trabajo compartiendo cotilleos y últimas novedades del campo. El almuerzo a mitad de mañana nos permite seguir rindiendo, aunque los últimos 20 minutos se pasan lentísimos; al final corremos como locos hacia la furgoneta para que nadie se cuele, ya que tenemos un hambre animal.
En el comedor, nos agenciamos como siempre la mesa del fondo para el Pentágono, y nos deleitamos con los exquisitos manjares de nuestro cocinero. Evitamos mirar a la cocina para no encontrarnos con su mirada escrutadora, que comprueba si estamos comiendo todo lo que nos ha preparado. Si tenemos flan, realizaremos el concurso de absorber flan (sorbing flan contest), que consiste en ver quien es el primero en comerse un flan mediante tal procedimiento; normalmente los campeones son Dabid o Peyo, aunque no pierdo la esperanza. Después de comer, subimos a los aposentos (que aroma a humanidad...) y decido entre dormir la siesta, desesperarme con el Jungle Speed, realizar otra reunión de quinteto o dejarme acribillar a goles por el Matemático en otra liguilla de futbolín (jo, si al final acabaré jugando bien y todo). También tenemos la opción, si Peyo tiene ganas, de cantar con la guitarra, para disfrute nuestro y tortura de quienes querían dormir.
A las 4 o 5, según lo que vayamos a hacer (siempre serán, aunque Dabid nos meta caña, las 4.10 o 5.10), nos juntamos todos en la puerta y a ver que actividad hay hoy. Puede ser que vayamos a trepar como monos entre árboles, a visitar algún sitio cercano, de travesía para sudar lo que no está escrito, o al centro Alurte cuya visita posponemos siempre. Sin embargo, hagamos lo que hagamos, siempre habrá algo en común, y es que acabaremos siendo un poco más amigos que ayer. Llegamos para la cena (por favor, que no haya una pizza de berenjena y puerro, por favor...), y concluimos un día agotador pero intenso en el círculo de piedras tomando unas cañas y guitarreando, o en la habitación del quinteto comentando todo lo que hemos hecho, lo que haríamos y lo que haremos; y reforzando nuestras amistades (ya verás el último día, ya, cuando tengamos que despedirnos y volver a nuestras respectivas vidas). Nos retiramos, siempre más tarde de lo que pretendíamos, y me duermo con Peyo a la izquierda, Adri a la derecha, Turgut debajo y sintiéndome rodeado por todo el grupo, sabiendo que mañana me volveré a despertar igual que me he acostado.
¡¡Os echo de menos!!
Canfranc 2011